La tierra que yo añoro tiene sabor a chinola, olor a salitre, a vestigios de descontrol y a noches pletóricas. La tierra que yo añoro plasma en el alma sentimientos de ternura y pasión. Tiene un suave tacto a ramajes de cocotero, a arena fina, a espuma blanca y a abrazos cálidos, de esos que nunca se olvidan, de esos que erizan la piel, milímetro a milímetro. Por eso siempre vuelvo.
Después de un largo viaje, retornaron a mis pensamientos sentimientos añorados, a viejas conversaciones y a multitud de sentimientos que siempre guardé, aunque sin saberlo, bajo algún pliegue de mi piel.
Estaba de regreso en la tierra prometida. Parecía que volvía a encontrarme con el tiempo. Tiempo que para mí había pasado muy rápido, del que casi no me percaté.
Entre música de bachata y merengue y paisajes contaminados de buenos recuerdos, volví a recorrer esos lugares escondidos en mis pensamientos y petrificados por el tiempo, siempre buscando el punto donde los había dejado.
Todo se fue recubriendo con la fuerza de la intensidad y fueron pasando los días. Esos días que vuelven a formar historias y que vuelven a alojarse en los rincones más insospechados de nuestra mente, que forman parte, sin saberlo, de nosotros mismos. Porque sabes que de aquél paradisíaco lugar algo te pertenece ya que, aunque efímeramente, has formado parte de su historia. Pero aquellos rostros lejanos, anclados en tus sentimientos, no vuelven a tener más momentos. Quedaron también petrificados en el tiempo, como quedaron en tu piel. Y, sin ser una sensación angustiosa, te sientes algo extraña.
Por eso exprimí los momentos, entregando susurros y dulces promesas de futuros encuentros.
No aparto de mi pensamiento al niñito de unos 5 años, abandonado en la playa a las dos de la madrugada, sin calor humano y cómo sin pensarlo, se entregó a unos brazos que no eran los de su madre, pero sí la que podía sustituirla. Sólo buscaba unos brazos que lo acunaran, sólo mendigaba amor, nada más. Y esa viejecita que, ajena a miradas furtivas y abandonada a un banco que, a bien seguro, sería su única morada, parecía que no tenía fuerzas ni para abrir los ojos. Visiones del mundo que se clavan en nuestras pupilas perennemente.
Al final de los días y, de regreso, con un cargamento de inmensa felicidad a cuestas, comienzo a digerir lo vivido y me invade la certeza de seguros reencuentros. Quizás mis ojos no contemplarán el mismo rostro, pero sí otro con parecidos rasgos, con su misma candidez y su misma sonrisa. Porque el cariño de esas gentes es incondicional a todo, incluso al tiempo, a la lejanía y hasta a mi propia ausencia.
Se acabaron los días y ahora, con la nostalgia del regreso abrazada a mi cuerpo, comienzo a añorar mis vivencias y me invaden susurros de ternura alojados en mi alma, yo diría que inmortales. Tanto agradezco a la vida poder haber vivido esos momentos, que no encuentro palabras suficientemente elocuentes para poder expresar el contenido que traigo en mi maleta, repleta de gentes, de sentimientos, de felicidad, de amor, de chinolas y hasta de cacao.
Comienzo a abrazar la nostalgia, para poder aprender a vivir con sensaciones inconclusas y palabras empezadas, pero nunca del todo dichas. Tampoco es necesario decirlas, todo tiene su momento, porque como no nacen en mí, no me pertenecen. Son prestadas. Son sólo resonancias en el tiempo.